El ‘patrullero’ que burló a la Policía

- octubre 16, 2014





Christian* hablaba, se vestía, se peinaba, requisaba, daba órdenes y hasta hacía retenes como policía. Lo único es que Christian no era policía. Por cerca de cinco años se puso y se quitó un disfraz de patrullero de manera recurrente, engañando a agentes y oficiales por largos períodos en por lo menos cinco ciudades del país. Casi como un embajador de la India de uniforme verde oliva.

El embuste de Christian empezó en el Magdalena Medio, donde conoció policías contraguerrilla de los Escuadrones Móviles de Carabineros (Emcar). Cuenta que le gustaban los uniformes, las armas y el respeto con que los trataban. Tenía sólo 15 años, consiguió un uniforme y empezó a patrullar solo por las calles. La pilatuna le duró poco, pues unos agentes lo reconocieron rápidamente, ya que –dice– “no era tan experto en el tema”.

Pero le cogió un gusto inexplicable a vestir el uniforme de la Policía y la broma se convirtió en obsesión. “Decidí que me tocaba empaparme del tema, me aprendí la jerga, los códigos de radio, cómo se cortan el pelo, me aprendí todos los grados de auxiliar a general, a atalajarme, que es como se arreglan el uniforme. Hay ciertos elementos que sólo reconocen los policías, cosas esenciales para no dar sospechas, lo más necesario para defenderme en caso de que me preguntaran algo”, dice.

También abrió una cuenta en Facebook donde colgó fotos disfrazado. Así logró acercarse a muchos agentes reales, con los que chateaba, se iba familiarizando, les sacaba informaciones y lograba poco a poco que bajaran la guardia. La primera ‘misión’ de Christian fue en su ciudad natal. “Le caí a un teniente que conocí en redes, él pensaba que yo era funcionario, me le presenté en un uniforme y nos hicimos amigos”.

Con el tiempo, los policías de verdad le pidieron que los reemplazara en un turno, que les ayudara con la radio, que los acompañara a una diligencia y hasta le enseñaron a usar la pistola de dotación Sig Sauer. Después de unos meses, cuando las sospechas se hicieron fuertes, desapreció.

Pero cambiaba de ciudad y volvía a lo suyo. Estuvo más de un mes entrando y saliendo de la comandancia de una de las capitales más grandes del país. También prestó seguridad en un estadio e incluso formó auxiliares bachilleres. Si le pedían el carné, se aprovechaba de la laxitud y decía que, como muchos “colegas”, lo había olvidado en casa. Compraba los uniformes en tiendas militares donde nunca le pusieron problema, o conseguía botas, riatas, arnés o lo que fuera en las estaciones, donde aprovechaba el mercado negro que hay entre compañeros.

Eso no siempre fue suficiente y varias veces cayó, pero casi siempre se salía con la suya. Como era menor de edad, sólo se ganaba un fuerte regaño, un par de amenazas. Un par de veces terminó en un centro de reclusión, pero rápidamente volvía a la calle. A muchos policías también les daba vergüenza el enredo y por miedo a responder preferían echarle tierra al asunto y nunca denunciaban el delito.

Con el tiempo su mentira se volvió cada vez más real. Explica: “Me mentalizaba, me ponía el uniforme y no pensaba en nada más. Manejaba todo con calma, con precisión, muy profesional. Hay que tener pelotas para hacer eso, pero no me enorgullezco. Me gustaba la Policía, me sentía otra persona con ese uniforme, me miraban con respeto, me decían señor”.

Así fue como logró uno de sus últimos “traslados”. Llegó a Bogotá y un día, mientras daba vueltas en uniforme, atendió un accidente y logró volverse amigo de varios policías que trabajaban en Transmilenio. Frecuentaba la estación, hacía turnos y, como cuenta, “ellos eran medio torcidos y como yo tenía brazalete de Tránsito, nos pusimos a montar retenes. Salía con ocho policías del CAI, en patrullas, motos, camionetas; parábamos a la gente y todos ganábamos billete. Eso se volvió un negocio, pero la Sipol (la agencia que indaga los policías) empezó a investigar y nos tocó bajarle”.

Ese fue el momento en el que todo se empezó a complicar. Un policía le pidió papeles, lo desenmascaró y terminó condenado dos años por uso de prendas militares y porte ilegal de armas. Salió y le contó su increíble historia a Semana.com. Dice que en la cárcel más de un delincuente le propuso contratar sus dotes camaleónicas, pero que “mi intención no fue hacerle daño a la Policía. Habría podido vender los fusiles, poner bombas, entregar información, pero no aproveché para hacer nada malo”.

El problema es que cada cierto tiempo la Policía captura gente disfrazada de agente que aprovecha para timar a la ciudadanía y robarla. Y aunque tratan de advertirle a la comunidad que tenga cuidado y hacen campaña sobre cómo reconocer los policías de verdad, el caso de Christian tiene que encender las alarmas, pues cuando la misma institución también cae, la situación se puede tornar muy grave.












* Nombre cambiado por petición de la fuente


Con Información de semana @javieroliverct

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